Profesan su profesión. Ejercen lo que enseñan. Tienen nombre propio y en su tarea diaria están con aquellos de los que proclamamos una y otra vez que son nuestro porvenir. Los profesores, quienes supuestamente están bien considerados, no sienten que ello siempre se corresponda con lo que viven. Hay cosas que hemos aprendido, pero hay otras que nos han tenido que enseñar para que las aprendamos. Hay cosas que no se pueden enseñar, pero se pueden aprender. Y a veces, a pesar del enseñar, nos cuesta aprender. La misteriosa relación entre el enseñar y el aprender no se agota en la simple voluntad o decisión de quien, de cualquier modo, “a cualquier precio”, se impone, confundiendo la enseñanza con el adiestramiento. Exige personas con dedicación y entrega. Y las hay.
No es cierto, en todo caso, que no sea indispensable organizar el enseñar. De ahí no se deduce que lo que aprendemos se limite a esta enseñanza. Ni siquiera se reduce a lo que enseñamos, ya que, como tantas veces señalamos, el contagio y la ósmosis juegan aquí su papel. Dicho de otro modo, no se puede aprender aislado, ni aunque uno esté solo cuando aprende. Se aprende con otros, desde otros, por otros. Siempre de una u otra manera, la creación y la innovación son decisivas, y también eso lo aprendemos gracias a alguien, de él, con él. Y para ello se requiere formación y alguna forma de presencia. Que pueda ser más o menos directa, no excluye que sea indispensable. El conocimiento siempre vive y crece en algún proceso de comunicación. Y cuando tiene que ver con el aprender, enseñar es un acto de relación, una transmisión, un encuentro más o menos explícito, como los sentimientos, como los afectos, como la palabra. Con independencia de los formatos, de los instrumentos, de los mecanismos, de los procedimientos, de los métodos, aprender, incluso cuando parece más inmediato, es una acción y un gesto de mediación. Y es una tarea, una labor, un hermoso trabajo, sí, pero un trabajo, y no poco exigente.
Por ello, cuando se insiste, con razón, que para enseñar hay que saber, hemos de subrayar que ha de saberse asimismo aprender con otros y eso es tarea de una vida. Se puede tratar de enseñar sin que nadie finalmente aprenda, pero no se puede aprender sin que de algún modo alguien nos enseñe. Hasta las formas más supuestamente rudimentarias de ser autodidacta son exquisitas maneras de relación. Por supuesto, consigo mismo, pero no sólo. El conocimiento tiene, como el logos, que es palabra y acción, una raíz común. Aquí también crecemos juntos. Ello ni excluye la singularidad, ni la genialidad, ni la legítima rareza. Sólo que incluso para ser y resultar único es indispensable serlo en el seno de una comunidad. El mejor de los científicos lo es por y para una comunidad científica. La investigación y la ciencia florecen en una tarea colectiva. La calidad no es un simple parámetro individual, sino un resultado conmensurable, comparable,compartible.
Todo para afirmar que el maestro, el profesor, la maestra, la profesora, son indispensables para aprender, para generar y transmitir conocimiento. Y en cierto modo de ello dependerá y depende la sociedad que seamos, la sociedad que somos, y concretamente quiénes y cómo seamos. Cuando no hay magisterio, irrumpen otras enseñanzas, en ocasiones de valores que no nos satisfacen en absoluto, que preconizan el itinerario individual, aislado, desvinculado y, si se tercia, insolidario. Y no sólo se ve afectado, por supuesto el conocimiento, también la dignidad, la humanidad y el porvenir.
Entonces, sabemos menos, se debilitan los procesos civilizatorios, somos menos humanos. Cuando un profesor es menos profesor, cuando a un profesor se le hace de menos, todo cuanto tiene valor y valía se empobrece. Sin duda, la educación y la cultura, pero no sólo. Aprendemos menos, con menos alcance y sentido, pero apreciamos también menos lo que merece la pena. Un buen profesor, un buen maestro es un regalo, un don de la vida, que vincula el conocimiento con la mejora personal y colectiva. Por eso, precisamente, es social y económicamente provechoso para los bienes y para los valores. Su desaliento vendría a ser el nuestro.
Y no siempre se dan las mejores situaciones y los mejores hábitos para ejercer y enseñar. Crear las condiciones públicas para lograrlo es la mejor tarea de consideración y de reconocimiento, de generación de confianza y de valoración social. De lo contrario, los necesarios discursos sobre la formación, la selección y la evaluación mostrarán ser más gestos de desconfianza que de estímulo.
Llegar a la atención de la singularidad y de la diferencia de cada estudiante, reclamar dedicación y paciencia, cuando nosotros mismos no somos capaces ni parecemos dispuestos a propiciarlos, es mucho exigir. No hay educación sin educadores, no hay formación permanente sin un compromiso social serio, riguroso, público, constante y compartido por los maestros, los profesores, las maestras, las profesoras.
No nos costará dar con profesores a veces demasiado solos, que infrecuentemente oyen palabras que sean un estímulo con contenido, un acicate, un aliciente y que, además, desarrollan su labor en un contexto complejo, incluso difícil. De ahí que con razón se reclamen más políticas específicas al respecto. Ante la necesidad de sentirnos todos copartícipes, unos más que otros, sin eludir la responsabilidad personal, y de afrontar una situación que conjuntamente hemos de mejorar, parece ser que, en general, encontramos más prudente el silencio, para no vernos contestados, para no vernos afectados por lo que hemos y habríamos de hacer. Pero ni siquiera desde esta comodidad y ese temor hemos de acallar esta palabra necesaria, esta palabra reivindicativa de reconocimiento para con los profesores.
Ángel Gabilondo.
Visto en El País.