El novelista y dramaturgo Henning Mankell era uno de los viajeros de la flotilla que intentó romper el bloqueo de Gaza y fue interceptada a tiros en aguas internacionales, el 31 de mayo, por la Marina israelí. Ha escrito un diario de ese viaje en el que narra cómo una expedición organizada sin voluntad de enfrentamiento derivó en un baño de sangre y en múltiples humillaciones:
A las cinco de la mañana me encuentro en la calle, esperando al taxi que me ha de llevar al aeropuerto de Niza. Por primera vez en muchos meses, E. y yo gozamos de tiempo libre que compartir. En un principio habíamos pensado que se prolongaría dos semanas, pero finalmente no serán más que cinco días, ya que la operación Ship to Gaza está por fin preparada, al parecer, y debo sumarme a los demás en Chipre.
El objetivo de todo viaje puede interpretarse ya en su punto de partida, me digo mientras espero al taxi. Tal y como acordamos, reduje mi equipaje a una mochila de no más de diez kilos. La operación Ship to Gaza tiene un objetivo claro y bien definido: romper el bloqueo al que Israel tiene sometida la franja de Gaza. Desde la guerra de hace poco más de un año, la vida de los palestinos que habitan la zona se ha convertido en un infierno cada vez más insoportable. Son muchas y grandes las necesidades que habría que cubrir para que la vida allí resultara medianamente decente.
Pero el objetivo del viaje es, naturalmente, mucho más concreto. Las palabras se demuestran con la acción, pienso. Resulta fácil decir que se apoya, se defiende o se combate esto o aquello. Sin embargo, es en la acción donde se materializan como un hecho probado ese tipo de declaraciones. Es preciso que los palestinos a quienes los israelíes obligan a vivir en aquel infierno sepan que no están solos, que no los hemos olvidado. Hay que recordarle al mundo que existen. Y además, también podemos cargar varias embarcaciones con lo que más necesitan: medicinas, plantas desalinizadoras para que puedan obtener agua potable, cemento…
Por fin llega el taxi, acordamos el precio -¡qué caro!- y, por las calles vacías del amanecer, salimos rumbo al aeropuerto. La primera anotación del viaje -ahora caigo en la cuenta- la hago allí mismo, en el taxi. No recuerdo las palabras con exactitud, pero de repente me desconcierta la sensación de que no he tomado conciencia plena de que se trata de un proyecto que los israelíes odian hasta tal extremo que seguramente recurrirán a la violencia para obstaculizar el avance de la flotilla.
Aunque antes de llegar al aeropuerto ya se me ha olvidado. Se trata de una empresa totalmente definida también en lo que se refiere a ese punto: nosotros actuaremos sin violencia, no vamos armados, no existe la menor voluntad de enfrentamiento físico. Si llegan a detenernos, todo se desarrollará de modo que la vida de los participantes no corra peligro.
» NICOSIA. Miércoles 26 de mayo.
Hace más calor que en Niza. Aquellos que han de subir a bordo en la costa chipriota se reúnen en el Centrum Hotel de Nicosia. Es como en una novela de Graham Greene. Gente dispar que se reúne en un lugar olvidado de Dios para emprender un viaje común. Vamos a quebrantar un bloqueo ilegal. Son palabras que se repiten una y otra vez en varios idiomas. Pero de pronto nos invade la incertidumbre. Los barcos se retrasan, han surgido varios problemas, aún no tenemos las coordenadas definitivas de dónde se producirá el encuentro de las seis embarcaciones. Lo único que está claro es que será en alta mar. Chipre no quiere que nuestras naves atraquen en sus muelles. Seguramente, a consecuencia de la fuerte presión de Israel. De vez en cuando advierto la tensión que domina las relaciones entre los diversos grupos al frente de este proyecto tan complicado. El comedor donde desayunamos se ha convertido en una sala de reuniones secretas. Nos van pidiendo que entremos para firmar diversos documentos y para que dejemos constancia de quiénes son nuestros familiares más cercanos, en caso de que suceda lo peor. Todos firman sin pensárselo. Luego nos dicen que esperemos. Que estemos alerta. Son las palabras más usadas esos días: «esperar, estar alerta».
» NICOSIA. Jueves 27 de mayo.
Esperar. Estar alerta. Calor asfixiante.
» NICOSIA. Viernes 28 de mayo.
Empiezo a preguntarme si no tendré que abandonar la isla sin haber subido a bordo. Al parecer, no hay plazas suficientes. Al parecer, hay listas de espera para participar en este proyecto solidario. Pero K., el amable parlamentario sueco, y la doctora sueca S., que son mis compañeros de viaje, me ayudan a mantener el ánimo. Los viajes en barco siempre llevan aparejados muchos contratiempos, me digo. Así que continuamos con nuestra tarea. Esperar. Estar alerta.
» NICOSIA. Sábado 29 de mayo.
De repente, todo se precipita. Ahora, a lo largo del día, aunque sólo quizá, por supuesto, zarparemos en un buque rápido que nos llevará hasta ese punto en alta mar donde hemos de reunirnos con la flotilla de otros cinco barcos que surcarán las aguas rumbo a la franja de Gaza. Seguimos esperando. Pero, hacia las 17.00, las autoridades portuarias nos dan por fin permiso para subir a bordo del buque llamado Challenge, que, a 15 nudos de velocidad, nos trasladará al lugar donde subiremos al carguero Sofia, ya a la espera en el punto de encuentro. A bordo del Challenge hay muchas personas que esperan y están alerta. Creo que se quedan un tanto decepcionadas al ver que sólo llegamos nosotros tres. Esperaban a varios irlandeses que, no obstante, abandonaron antes de embarcar y volvieron a casa. Subimos a bordo, saludamos a todo el mundo y aprendemos enseguida cuáles son las reglas. El espacio es mínimo y hay zapatos en bolsas de plástico por todas partes, pero reinan la tranquilidad y el buen entendimiento. Ahora, de repente, parecen haberse despejado todas las incógnitas. A las 17.00, los dos potentes motores diésel empiezan a zumbar. Por fin estamos en marcha.
» EN EL MAR. 23.00 horas.
Estoy sentado en una cubierta de popa. El viento no sopla con fuerza, pero sí lo suficiente como para que ya se hayan mareado muchos de los activistas. Envuelto en varias mantas, contemplo la luna que ilumina un sendero sobre el mar, resisto la embestida de las olas y pienso que las acciones solidarias pueden adoptar cualquier forma. El zumbido de los motores dificulta la conversación. La mayoría intenta dormir o, al menos, descansar. Y me digo que, en esos momentos, se puede decir que está resultando un viaje apacible. Pero sólo en apariencia.
» EN EL MAR, AL SURESTE DE CHIPRE.
Domingo 30 de mayo. 1.00 horas.
Brillan destellos de luz desde varios puntos. El capitán, cuyo nombre no consigo aprender, ha aminorado la marcha. A lo lejos titilan las luces de las linternas de dos de los buques de la flotilla. Ahora permaneceremos anclados hasta que amanezca y la gente pueda trasladarse a las otras embarcaciones. Pero yo sigo sin encontrar un lugar donde acostarme, así que me quedo dormitando en la silla empapada. La solidaridad ve la luz en la humedad y la espera, pero así hacemos que otros tengan un techo bajo el que cobijarse.
» EN EL MAR. 8.00 horas.
El mar se ha calmado. Nos dirigimos hacia la nave de mayor envergadura
[Mavi Marmara]. Es un buque de pasajeros, «la nave reina» de la flotilla. Lleva a bordo a cientos de personas. Han estado discutiendo la posibilidad bastante probable de que los israelíes centren su intervención justo en esa nave.
¿Qué intervención? Obviamente, es algo a lo que hemos estado dando vueltas desde los inicios del proyecto. Nada podemos saber con certeza. ¿Hundirá la Marina israelí las embarcaciones o intentará obligarlas a retirarse con otro tipo de violencia? ¿Existirá la posibilidad de que Israel opte por la solución razonable de dejar pasar las naves y palíe así parcialmente la vergonzosa fama que se ha ganado en todo el mundo? Nadie lo sabe. A nuestro juicio, lo más probable es que, una vez en la frontera de sus aguas territoriales, nos exijan que nos retiremos amenazándonos desde los altavoces de los buques de guerra. Si no nos detenemos, nos destrozarán las hélices o la quilla y nos remolcarán hasta un lugar donde podamos repararlas.
» EN EL MAR. 13.00 horas.
Los tres subimos por una escala a bordo del Sofia. Es un viejo buque renqueante, muy oxidado y con una tripulación afable. Calculo que somos unos veinticinco en total. La carga se compone, entre otras cosas, de cemento, armazones de hierro y casas de madera prefabricadas. Me asignan un camarote que comparto con el parlamentario al que, tras los largos días de espera en Nicosia, empiezo a considerar como a un viejo amigo. Descubrimos que no hay luz eléctrica. Ya leeremos en otro momento.
» EN EL MAR. 16.00 horas.
Reunida la flotilla. Las proas de las naves ponen rumbo a Gaza.
» EN EL MAR. 18.00 horas.
Nos reunimos en un comedor improvisado entre las bodegas y la cubierta superior de la embarcación. El griego canoso que se encarga de la seguridad y la organización a bordo, a excepción de las tareas de navegación, nos habla en voz baja y nos inspira enseguida una gran confianza. «Esperar» y «estar alerta» son palabras que han dejado de existir. Nos estamos acercando. La cuestión es a qué. Nadie sabe qué se les ocurrirá a los israelíes. Sólo sabemos que han hecho declaraciones hostiles y que han asegurado que ahuyentarán a la flotilla con todos los medios a su alcance. Pero ¿qué significa eso? ¿Usarán torpedos? ¿Maromas? ¿Enviarán a bordo soldados desde sus helicópteros? Imposible adivinarlo. Pero a su violencia responderemos con la nuestra. Sólo en defensa propia. En cambio, sí que podemos dificultarles el ataque. Tenderemos un alambre de púas alrededor de toda la falca del barco. Además, todos deben entrenarse en el uso de los chalecos salvavidas, pondremos vigilantes y decidiremos dónde reunirnos si los soldados abordan el barco. El último bastión es el puente de mando.
Una vez que todo está acordado, empezamos a comer. Al cocinero egipcio, un hombre corpulento y robusto, le duele una pierna, pero cocina muy bien.
» EN EL MAR. Lunes 31 de mayo. 0.00 horas.
Me corresponde participar en el turno de guardia entre la medianoche y las tres de la madrugada. Aún brilla la luna llena, aunque a veces queda oculta tras alguna que otra nube. El mar está en calma. Destellos de linternas. Las tres horas pasan rápido, pero cuando me relevan compruebo que estoy cansado. Aún estamos lejos de lo que puede llamarse la frontera de las aguas territoriales que los israelíes se consideran con derecho a defender como suyas. Supongo que tendré ocasión de dormir unas horas.
Me tomo un té, converso un rato con un marinero griego cuyo inglés es pésimo, pero el hombre insiste en que le cuente de qué tratan mis novelas. Son cerca de las cuatro cuando por fin puedo retirarme a dormir.
» EN EL MAR. 4.30 horas.
Acabo de conciliar el sueño, cuando me despiertan. Ya en cubierta, compruebo que el gran buque de pasajeros está iluminado por potentes focos. De repente, se oyen unos disparos. Y comprendo que Israel se ha decantado por la vía del enfrentamiento brutal. En aguas internacionales.
Transcurrida una hora exactamente, los botes de goma se acercan veloces llenos de soldados enmascarados que inician el abordaje de inmediato. Nos reunimos en el puente de mando. Los soldados se muestran impacientes y quieren que bajemos a cubierta. Alguien se demora y lo atacan con una descarga eléctrica en el brazo. El hombre cae al suelo. Otro hombre que tampoco se movía con celeridad suficiente recibe el impacto de una bala de goma. Y todo esto sucede allí mismo, a mi lado. Es absolutamente real. Personas totalmente inocentes tratadas como animales y castigadas por su lentitud.
Nos agrupan en cubierta. Y allí permaneceremos durante once horas, hasta que el barco atraca en Israel. Los soldados nos filman de vez en cuando, aunque no tienen ningún derecho a ello. Al verme tomando unas notas, uno de los soldados se me acerca enseguida y me pregunta qué escribo. Es la única ocasión en que pierdo los estribos. Le contesto que no es de su incumbencia. Sólo le veo los ojos y no sé lo que está pensando, pero al final da media vuelta y se marcha.
Once horas inmovilizados, amontonados en medio de aquel calor, puede ser un método de tortura. Para ir a orinar, hay que pedir permiso. Galletas, biscotes y manzanas es cuanto nos dan para comer. Tomamos una decisión conjunta: no pedir que nos permitan cocinar. Nos filmarían y lo presentarían como un acto de generosidad por parte de los soldados. Así que nos conformamos con las galletas y los biscotes. Es una humillación sin igual. (Entre tanto, los soldados han sacado los colchones de los camarotes y ahora duermen al fondo de la cubierta de popa).
Durante esas once horas tengo tiempo de concretar lo sucedido. Nos han atacado mientras nos hallábamos en aguas internacionales, lo que implica que los israelíes han actuado como piratas, no mucho mejor que los que operan en las costas de Somalia. Por otro lado, en el momento en que obligaron a nuestra nave a poner rumbo a Israel, nos estaban secuestrando. Su intervención es completamente ilegal.
Entre tanto, nosotros intentamos hablar, dilucidar qué sucederá, y nos preguntamos cómo es posible que los israelíes hayan optado por una solución que los aboca a un callejón sin salida. Los soldados nos observan. Algunos fingen que no saben inglés, pero todos lo hablan y lo entienden. Dos de ellos son muchachas. Parecen preocupadas. Quizá después, cuando hayan terminado el servicio militar, decidan huir a Goa a destrozarse la vida drogándose. Sucede constantemente.
» 18.00 horas.
Un muelle en algún lugar de Israel. No sé dónde. Nos obligan a bajar a tierra y a iniciar una suerte de carrera entre dos filas de soldados, mientras que la televisión militar filma todo el suceso. De pronto se me ocurre que eso, precisamente eso, es algo que nunca les perdonaré. En ese instante sólo pienso en bestias y cerdos.
Nos dispersan, no nos permiten que hablemos unos con otros. De pronto aparece a mi lado un hombre del Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel. Comprendo que ha venido para impedir que me dispensen un trato demasiado brusco. Después de todo, soy un escritor bastante conocido en Israel. Mis obras están traducidas al hebreo. El hombre me pregunta si necesito algo. «La libertad, la mía y la de los demás», respondo. El hombre no me contesta y le pido que se marche, pero él da un paso atrás y se queda allí, cerca de mí.
Como es obvio, no hago ninguna confesión. Me comunican que seré deportado. El hombre que me lo anuncia me dice enseguida que le gustan mis novelas. En ese momento pienso en la posibilidad de procurar que ninguno de mis libros vuelva a traducirse al hebreo. Es una idea que no he terminado de madurar.
El ambiente que reina en aquella «sala de recepción de refugiados» es invariablemente caótico y crispado. A cada minuto golpean a uno, amarran a otro, esposan a un tercero. Me repito que, cuando lo cuente, nadie me creerá, pero hay muchos ojos que lo registran todo. Y muchos serán los que deban admitir que es verdad cuanto digo. Los testigos oculares somos multitud.
Un único ejemplo debería bastar. Justo a mi lado, un hombre se niega a dejar sus huellas dactilares. Acepta que lo fotografíen, pero ¿las huellas? No ha cometido ningún delito. Opone resistencia. Y lo golpean hasta que cae al suelo. Luego se lo llevan de allí. Quién sabe adónde. ¿Cómo calificar semejante acción? ¿Repugnante? ¿Inhumana? Elijan libremente.
» 23.00 horas.
Al parlamentario, a la doctora y a mí nos conducen a una prisión provisional. Allí nos separan. Nos arrojan unos bocadillos resecos como un trapo. La noche se hace larga. Uso de almohada las zapatillas de deporte.
» Martes 1 de junio. Por la tarde.
Al parlamentario y a mí nos conducen de improviso a un avión de Lufthansa. Van a deportarnos. Nos negamos a subir sin saber qué será de S. Salimos del calabozo en cuanto nos aseguran que ella también vendrá con nosotros.
Ya a bordo del avión, una de las azafatas me trae un par de calcetines: uno de los soldados que atacaron el barco donde me encontraba me los había robado.
Así muere parte del mito del soldado israelí, valeroso e infalible. Ahora, además, puede añadirse que son simples ladrones. No fui yo el único al que le robaron el dinero, las tarjetas de crédito, la ropa, el reproductor de música, el ordenador… Otro tanto les sucedió a muchos de los que iban a bordo del mismo barco que, un día, a hora muy temprana, sufrió el ataque de soldados israelíes enmascarados o, lo que es lo mismo, de unos piratas disfrazados.
Bien entrada la noche, ya estamos de regreso en Suecia. Hablo con los periodistas. Más tarde me siento un rato en la oscuridad, en el jardín de la casa donde vivo. E. se muestra taciturna.
Al día siguiente, el 2 de junio, oigo el canto del mirlo. Un canto por los que han muerto.
Ahora queda todo lo que debemos hacer para no despistarnos del objetivo: conseguir que se levante el brutal bloqueo de Gaza. Lo conseguiremos.
Detrás de ese objetivo aguardan otros. La desarticulación de un sistema de apartheid lleva tiempo. Aunque no una eternidad.
Visto en El País del domingo 6 de junio.
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